La destrucción de los manuscritos archivados en Sucre
incluyendo, posiblemente, el Acta de la Fundación de La Plata (1), por los soldados de don Manuel Isidoro Belzu, al mando de los cuales estaba el coronel Gonzalo Lanza
(Recopilado de la obra de don Alcides Arguedas, “La plebe en acción”).
Llegaron a Chuquisaca en la tarde del 12 de noviembre (1848), gris y lluviosa, y cuando en la ciudad no había gente apercibida para la defensa, pues las escasas tropas constitucionales habían sido dirigidas a Potosí.
Alojar a las huestes belcistas en los cuarteles dejados por esas tropas, era lo natural y lo indicado en las circunstancias; pero había el deseo de realizar proezas que exteriorizasen con pruebas inequívocas el menosprecio de los libertadores a los poderes que habían decretado la resistencia armada contra el caudillo aclamado por los pueblos. Quien se señalara con caracteres odiosos por su intransigencia en esa campaña que había sido el Congreso, y se creyó indispensable y oportuno inferirle un agravio eficaz, y hacer ver a los habitantes de la culta Charcas que la fuerza movida por la ambición, tenía acaso más poder que la palabra de los tribunos o la pluma de los cronistas y panfletarios…
El jefe de la gavilla, Gonzalo Lanza, “hizo abrir a balazos las puertas y entraron los soldados y las bestias…”
El palacio de los legisladores en esa época era a la vez salón y biblioteca. Allí se habían agrupado los archivos del Cabildo de la ciudad, los del Convictorio de San Juan Bautista, ricos en crónicas, y los de la Real Carolina Academia forense, donde latía el pensamiento de trescientos años en las aulas que engendraron la revolución (del 25 de Mayo de 1809). Habían también las actas de las discusiones legislativas, desde el año 25 (1825), el texto original de los tratados concluidos por la nueva nación y todos los documentos del Crédito público y de la Deuda Española, esto es, había en las salas del Congreso toda clase de piezas únicas para reconstruir el pasado y evocar la viviente fisonomía de esas épocas imprecisas en que comenzaba a nacer el instinto de sociabilidad en las gentes aborígenes. Allí reposaba, virgen y hierática, la Historia, esperando la mano cuidadosa y piadosa de alguien que con intenso amor al pasado, modesto en el esfuerzo y fuerte en la intención fuese a sorprender su misterio y su mutismo, para fijar eternamente los rasgos propios de esos primeros tiempos gastados en la titánica lucha contra las fuerzas naturales, contra los instintos mismos de la propia personalidad, llenos de vicisitudes, algo bárbaros y grandes por la simplicidad heroica de losa conquistadores, por su fortaleza y su valor nunca superables, por su barbarie humana y su sed infinita de gloria y riquezas…
Llegaron las tropas del caudillo después de ocho días de marcha incesante por el fondo de las montañas quemadas por el sol y batidas por la creciente tumultuosa de los ríos, padeciendo hambre, sin dormir casi. Llegaron extenuadas, rotosas, malolientes. Su ropa, en algunos, caía deshecha en hilachas. Otros, llevaban esos rudos y pesados ponchos de lana de oveja tejidos por la madre o la mujer junto al lar. Calzaban sandalias al pie siempre desnudo y un calzón corto les apretaba la pierna de bronce. Olían todos a coca y a sudor. Apestaban…
Todos esos hombres, comenzando por los jefes, no tenían nociones sobre nada y los más apenas sabían leer o no conocían las letras del alfabeto. De su jefe superior, es decir, del caudillo por el que se les lanzaba a combatir, tampoco sabían gran cosa, y sólo algunos cuantos le habían visto de lejos, atrayente por su juventud, su belleza varonil y su uniforme de oro; pero todos sabían que era pródigo, buen camarada, cariñoso hasta con los más humildes, generoso con esplendidez… Junto a eso, y como contraste, sabían también que unos doctores y señores de alta categoría, envidiosos por la fortuna de su jefe, se habían revelado contra él, le habían insultado y herido poniéndolo, como a un vulgar asaltador de caminos, fuera de la ley, y declarándole traidor y mal ciudadano. Y ellos iban para vengarlo mostrándose animosos, fuertes, decididos y animados de ese odio instintivo e intenso de las turbas primitivas hacia las superioridades intelectuales y contra el cual todavía no hay defensa posible…
Se dirigieron, pues, directamente al edificio, y lo abrieron a balazos.
Hombres y bestias… No… bestias y hombres penetraron. Las bestias se quedaron en el patio. Recibiendo la lluvia, y los hombres invadieron las salas…
“Algún individuo – contó años después el jefe, Gonzalo Lanza, abrumado por el oprobio – algún individuo del batallón, exaltado sin duda con el recuerdo de la opiniones de exterminio del ejército, emitidas en la última legislatura, había abierto una oficina y extraído de ella varios ejemplares del Redactor Oficial de las Cámaras. Pero – añade – nunca se había atrevido a atentar a los libros autógrafos ni a los documentos originales depositados en los archivos…”
Falso. Autógrafos e impresos arrojados al patio, en montón. Y allí pasaron dos días y dos noches, bajo la lluvia, los cascos de las bestias, recibiendo su orín y sirviendo para prender el fuego del vivac encendido en el patio. Y ese crimen contra la cultura fue obra del secreto instinto de los bárbaros para borrar las huellas del pasado, atentos únicamente a los afanes del día…
El hombre letrado y erudito que asesoraba al caudillo, Muñoz Cabrera, y que debiera en su conciencia de estudioso, abominar del atentado estúpido, cuando reunía los elementos para escribir su memoria Guerra de los Quince Años, mintió también a sabiendas empujado por la vil pasión sectaria y el menguado interés de servir al amo, atribuyendo a “los defensores de la legitimidad del gobierno Velasco” la salvajada.
Y fue total, absurda, cínicamente bárbara. Un documento oficial del archivo Frías, redactado sin calor de indignación y hasta con descuido por el Dr. Manuel Buitrago en 1860 y dirigido a la Cancillería, revela la magnitud del desastre y contiene, sin pensarlo, una lección para el autor Gonzalo Lanza, cuyo nombre lo trueca el despreocupado e indolente Buitrago, sin malicia ni intención, tanta era a poco la insignificancia del militarote destructor:
“Tengo el agrado de adjuntar a esta comunicación los tratados que se ajustaron, en Arequipa, entre nuestro gobierno y el de la República del Perú, así como los celebrados con S.M. Católica la Reina de España, con más las respectivas leyes de su aprobación y la sanción del Poder Ejecutivo. Estos documentos pertenecientes al Archivo del Congreso, habían sido salvados por el ciudadano Anastasio Paravicini de la invasión que en el año 48 (1848) se hizo en el Palacio Legislativo por la fuerza del finado coronel Laguna…
(1) En el Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre, Nº. 45 del 15 de Junio de 1902, en la página
Nº. 148 se encuentra transcrita la “Ordenanza” sobre el Estandarte de la ciudad de La Plata, en la página subsiguiente se encuentra una frase que dice: “… El Exmº. Señor Don Francº. de Tholedo mayordomo de su Majestad, su Vissorey, é Governador, é Capitan General en estos Reynos é Provincias de el Perú &. Haviendo visto los Libros, fundacion, é ordenanzas de esta Ciudad con el Cavidillo de ella para ir proveyendo en todo lo que tocava al buen Gobierno…”
Con esta “Ordenanza” se demuestra que había en los archivos de la ciudad de La Plata el documento de Fundación de la ciudad, hasta que llegaron las huestes del Coronel Gonzalo Lanza.
***********************************************************************************
incluyendo, posiblemente, el Acta de la Fundación de La Plata (1), por los soldados de don Manuel Isidoro Belzu, al mando de los cuales estaba el coronel Gonzalo Lanza
(Recopilado de la obra de don Alcides Arguedas, “La plebe en acción”).
Página Nº. 4l: Fue para la ciudad, blanca y luminosa, algo peor y más odioso que la irrupción de hordas salvajes, hambrientas y estúpidas, pues eran falanges fanatizadas por el amor a un caudillo, sedientos de odio y venganza contra los legisladores que se habían atrevido a condenar la actitud de su ídolo…
El odio a los estudiosos letrados, instintivo en gentes ignorantes, ásperas y soliviantadas por la demagogia de los traficantes y logreros, suele tener manifestaciones de grosera crueldad o de la baja rufianería. Los soldados de Belzu comandados por un militar engreído de su valor y apostura, torpe, limitado de espíritu y fanfarrón como casi todos los militares de esa época, recorrieron la larga ruta de Cochabamba a Sucre, siguiendo la honda quiebra del valle y empujando a su vanguardia, o, como dice el cronista Muñoz Cabrera, “llevando por delante todos los facciosos que se oponían a su paso”, es decir, a los defensores del orden legal, incorporados por fuerza a sus filas.
El odio a los estudiosos letrados, instintivo en gentes ignorantes, ásperas y soliviantadas por la demagogia de los traficantes y logreros, suele tener manifestaciones de grosera crueldad o de la baja rufianería. Los soldados de Belzu comandados por un militar engreído de su valor y apostura, torpe, limitado de espíritu y fanfarrón como casi todos los militares de esa época, recorrieron la larga ruta de Cochabamba a Sucre, siguiendo la honda quiebra del valle y empujando a su vanguardia, o, como dice el cronista Muñoz Cabrera, “llevando por delante todos los facciosos que se oponían a su paso”, es decir, a los defensores del orden legal, incorporados por fuerza a sus filas.
Llegaron a Chuquisaca en la tarde del 12 de noviembre (1848), gris y lluviosa, y cuando en la ciudad no había gente apercibida para la defensa, pues las escasas tropas constitucionales habían sido dirigidas a Potosí.
Alojar a las huestes belcistas en los cuarteles dejados por esas tropas, era lo natural y lo indicado en las circunstancias; pero había el deseo de realizar proezas que exteriorizasen con pruebas inequívocas el menosprecio de los libertadores a los poderes que habían decretado la resistencia armada contra el caudillo aclamado por los pueblos. Quien se señalara con caracteres odiosos por su intransigencia en esa campaña que había sido el Congreso, y se creyó indispensable y oportuno inferirle un agravio eficaz, y hacer ver a los habitantes de la culta Charcas que la fuerza movida por la ambición, tenía acaso más poder que la palabra de los tribunos o la pluma de los cronistas y panfletarios…
El jefe de la gavilla, Gonzalo Lanza, “hizo abrir a balazos las puertas y entraron los soldados y las bestias…”
El palacio de los legisladores en esa época era a la vez salón y biblioteca. Allí se habían agrupado los archivos del Cabildo de la ciudad, los del Convictorio de San Juan Bautista, ricos en crónicas, y los de la Real Carolina Academia forense, donde latía el pensamiento de trescientos años en las aulas que engendraron la revolución (del 25 de Mayo de 1809). Habían también las actas de las discusiones legislativas, desde el año 25 (1825), el texto original de los tratados concluidos por la nueva nación y todos los documentos del Crédito público y de la Deuda Española, esto es, había en las salas del Congreso toda clase de piezas únicas para reconstruir el pasado y evocar la viviente fisonomía de esas épocas imprecisas en que comenzaba a nacer el instinto de sociabilidad en las gentes aborígenes. Allí reposaba, virgen y hierática, la Historia, esperando la mano cuidadosa y piadosa de alguien que con intenso amor al pasado, modesto en el esfuerzo y fuerte en la intención fuese a sorprender su misterio y su mutismo, para fijar eternamente los rasgos propios de esos primeros tiempos gastados en la titánica lucha contra las fuerzas naturales, contra los instintos mismos de la propia personalidad, llenos de vicisitudes, algo bárbaros y grandes por la simplicidad heroica de losa conquistadores, por su fortaleza y su valor nunca superables, por su barbarie humana y su sed infinita de gloria y riquezas…
Llegaron las tropas del caudillo después de ocho días de marcha incesante por el fondo de las montañas quemadas por el sol y batidas por la creciente tumultuosa de los ríos, padeciendo hambre, sin dormir casi. Llegaron extenuadas, rotosas, malolientes. Su ropa, en algunos, caía deshecha en hilachas. Otros, llevaban esos rudos y pesados ponchos de lana de oveja tejidos por la madre o la mujer junto al lar. Calzaban sandalias al pie siempre desnudo y un calzón corto les apretaba la pierna de bronce. Olían todos a coca y a sudor. Apestaban…
Todos esos hombres, comenzando por los jefes, no tenían nociones sobre nada y los más apenas sabían leer o no conocían las letras del alfabeto. De su jefe superior, es decir, del caudillo por el que se les lanzaba a combatir, tampoco sabían gran cosa, y sólo algunos cuantos le habían visto de lejos, atrayente por su juventud, su belleza varonil y su uniforme de oro; pero todos sabían que era pródigo, buen camarada, cariñoso hasta con los más humildes, generoso con esplendidez… Junto a eso, y como contraste, sabían también que unos doctores y señores de alta categoría, envidiosos por la fortuna de su jefe, se habían revelado contra él, le habían insultado y herido poniéndolo, como a un vulgar asaltador de caminos, fuera de la ley, y declarándole traidor y mal ciudadano. Y ellos iban para vengarlo mostrándose animosos, fuertes, decididos y animados de ese odio instintivo e intenso de las turbas primitivas hacia las superioridades intelectuales y contra el cual todavía no hay defensa posible…
Se dirigieron, pues, directamente al edificio, y lo abrieron a balazos.
Hombres y bestias… No… bestias y hombres penetraron. Las bestias se quedaron en el patio. Recibiendo la lluvia, y los hombres invadieron las salas…
“Algún individuo – contó años después el jefe, Gonzalo Lanza, abrumado por el oprobio – algún individuo del batallón, exaltado sin duda con el recuerdo de la opiniones de exterminio del ejército, emitidas en la última legislatura, había abierto una oficina y extraído de ella varios ejemplares del Redactor Oficial de las Cámaras. Pero – añade – nunca se había atrevido a atentar a los libros autógrafos ni a los documentos originales depositados en los archivos…”
Falso. Autógrafos e impresos arrojados al patio, en montón. Y allí pasaron dos días y dos noches, bajo la lluvia, los cascos de las bestias, recibiendo su orín y sirviendo para prender el fuego del vivac encendido en el patio. Y ese crimen contra la cultura fue obra del secreto instinto de los bárbaros para borrar las huellas del pasado, atentos únicamente a los afanes del día…
El hombre letrado y erudito que asesoraba al caudillo, Muñoz Cabrera, y que debiera en su conciencia de estudioso, abominar del atentado estúpido, cuando reunía los elementos para escribir su memoria Guerra de los Quince Años, mintió también a sabiendas empujado por la vil pasión sectaria y el menguado interés de servir al amo, atribuyendo a “los defensores de la legitimidad del gobierno Velasco” la salvajada.
Y fue total, absurda, cínicamente bárbara. Un documento oficial del archivo Frías, redactado sin calor de indignación y hasta con descuido por el Dr. Manuel Buitrago en 1860 y dirigido a la Cancillería, revela la magnitud del desastre y contiene, sin pensarlo, una lección para el autor Gonzalo Lanza, cuyo nombre lo trueca el despreocupado e indolente Buitrago, sin malicia ni intención, tanta era a poco la insignificancia del militarote destructor:
“Tengo el agrado de adjuntar a esta comunicación los tratados que se ajustaron, en Arequipa, entre nuestro gobierno y el de la República del Perú, así como los celebrados con S.M. Católica la Reina de España, con más las respectivas leyes de su aprobación y la sanción del Poder Ejecutivo. Estos documentos pertenecientes al Archivo del Congreso, habían sido salvados por el ciudadano Anastasio Paravicini de la invasión que en el año 48 (1848) se hizo en el Palacio Legislativo por la fuerza del finado coronel Laguna…
(1) En el Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre, Nº. 45 del 15 de Junio de 1902, en la página
Nº. 148 se encuentra transcrita la “Ordenanza” sobre el Estandarte de la ciudad de La Plata, en la página subsiguiente se encuentra una frase que dice: “… El Exmº. Señor Don Francº. de Tholedo mayordomo de su Majestad, su Vissorey, é Governador, é Capitan General en estos Reynos é Provincias de el Perú &. Haviendo visto los Libros, fundacion, é ordenanzas de esta Ciudad con el Cavidillo de ella para ir proveyendo en todo lo que tocava al buen Gobierno…”
Con esta “Ordenanza” se demuestra que había en los archivos de la ciudad de La Plata el documento de Fundación de la ciudad, hasta que llegaron las huestes del Coronel Gonzalo Lanza.
***********************************************************************************
Trabajo recopilado por Sergio Villa Urioste